ETERNO VIERNES SANTO.

Hoy, a la hora nona de los romanos, hora de la Misericordia para los cristianos y,  casi las tres de la tarde para el resto de los mortales, se conmemora la muerte en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. No había muerte más cruel ni tormentos más espantosos que aquellos que eligió para sí el mismísimo hijo de Dios. Quizás por el hecho de cargar con las culpas de tantos y tantos, reunió en ese trono de tortura y muerte todo el dolor y sufrimiento que nos acompañan desde los albores de nuestros días.

Pero ese Viernes Santo de dolor y llanto es cualquier día del sufrimiento que cualquier ser humano padece desde que nace hasta que muere y que lleva sobre sus hombros el mismo Dios que  vino a sufrir y a morir por todos nosotros.

A esa misma hora nona,  en cualquier lugar del mundo, habrá muchas personas muriendo de cáncer,   de Covid, o de tantos y tantos males  que nos azotan y subyugan.   A esa hora en la que el sol ya empieza a languidecer en los horizontes del mundo, muchas madres, embriagadas de falsos consejos e intereses mundanos, habrán acabado con las  vidas de los  inocentes  que llevan en sus vientres. A esa misma hora,  abandonadas  las ilusiones por vivir, muchos ancianos olvidados por los suyos,  habrán abrazado la eutanasia. A esa hora en la que Cristo moría por nosotros, muchos inocentes habrán sido asesinados por fanáticos iluminados, se habrán ahogado en el mar tratando de escapar del hambre o habrán perecido en su intento de huir de la persecución política, de las guerras o de tantas injusticias y males que nos asolan.

A esa hora, o a cualquier otra hora; en este día o en cualquier otro día;  en este año,  o  en cualquier otro año, Cristo sigue muriendo donde el dolor y la muerte estén presentes en cada uno de nosotros.  Porque en ese Calvario de nuestros días, junto a ese ser humano  que sufre y muere, hay un Dios hecho hombre que comparte nuestro sufrimiento, dolor y muerte.

En ese momento supremo en el que nos tengamos que enfrentar al espejo de nuestra efímera existencia, próxima la hora de expirar el aliento,  no hay mayor consuelo ni mayor esperanza que volver el rostro desde nuestra cruz y encontrarnos con el de Dios. Ser ese Dimas que encontró en ese rostro las puertas del cielo y puso su destino en  sus ojos misericordiosos.

Buscaba Gestas, el mal ladrón,  entre burlas e incredulidad,  que Jesús lo bajara de aquel tormento, que le demostrara que era el hijo de Dios dándole más tiempo de vida. Un tiempo que acaba en este mundo, como se le acabó a Lázaro, como se nos acabará a todos algún día.  Esa vida, que no perdura, se la restituyó por compasión humana a su amigo y a su familia. La eterna, la verdadera vida, se la explicó Jesús con una sola frase a María, la hermana de Lázaro; YO SOY EL CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA. 

Sí;  hoy rememoramos la muerte de Cristo en un cruz de madera pero, en realidad, estamos celebrando que, con su muerte y resurrección, cuando nos llegue ese momento supremo a cada uno de nosotros, estaremos clavados también en la cruz que habremos llevado a lo largo de nuestra vida. En ese momento, ya sabemos que podremos girar nuestro rostro a un lado donde estará Él nuevamente susurrándonos al oído del alma:

TE ASEGURO QUE HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO.

Paco Zurita

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