A ti, Mercedes.

La naturaleza le regaló una extraordinaria belleza y la vida bienes y posición social al alcance de muy pocos. Pero el regalo más hermoso que recibió Mercedes fue el que el mismo Dios le hizo; un corazón puro y limpio con el que saber disfrutar de los dos anteriores. Y es que no todos saben aprovechar los talentos que hemos recibido en la vida y devolverlos al Señor multiplicados como él espera de nosotros.
De la afabilidad y del saber estar en cada momento y circunstancia hacía Mercedes la quintaesencia de la elegancia, sin importar si era “grande” o si era “chico” el ser humano que se cruzara en su camino. Simplemente se sumergía en el mundo que la rodeaba y con él entablaba una relación fácil y prodigiosa, haciendo de su interlocutor un ser afortunado. Y así la recuerdo siendo yo muy niño; limpiando plata en la casa de hermandad, preparando bocadillos para un acto benéfico o dejándose las manos en las púas de los cardos que adornaban el paso del Señor de las Penas. De igual manera atendía a dignatarios, ministros, obispos o personas de alta alcurnia que aún se sentían más importantes y dichosos por conocer su talento y gozar se su amistad.
Los bienes materiales que nos tocan en esta vida son un instrumento que adquieren su verdadero valor cuando se saben emplear bien. Porque hay unos que hacen de lo poco, mucho, y otros de lo mucho, poco. Y sólo aquellos que saben valorar al ser humano por lo que es y no por lo que tiene, son los que poseen el verdadero tesoro de verse reconocidos por lo que son.
Y cuando se para el reloj de esta vida basta mirar a nuestro alrededor para hacer balance de la misma. En ese último adiós estaba todo un elenco de almas expectantes que supieron verse amadas por su riqueza interior y que tan naturalmente ella sabía apreciar. La de la voz quebrada que le cantaba por bulerías, el del capote templado de medias verónicas, el del fino humor de alegres veladas, el que se sentía honrado cuando probaba sus tapas, el de impoluta chaqueta que admiraba su clase o el de porte desgarbado y humilde que también compartió su mesa. Allí estaban todos…. Y los que no estaban en la iglesia de San Mateo, porque no se cabía, lloraban en silencio sus recuerdos de aquel hermoso ser humano que se nos marchaba.
Y es que Mercedes Domecq Ybarra rompía las barreras que la sociedad impone a los que son esclavos de sus supuestas grandezas, y ella se hacía aún más grande haciéndose más pequeña, dándoles su sitio a todos, regalándoles cariño y confianza adornadas con su hermosa y encantadora sonrisa.
Pues sí, Dios le dio muchos talentos a esta gran mujer y bien sabía Él a quien se los daba porque al término de sus setenta años de vida, compartió buena parte de ellos con los que menos habían recibido, repartió amistad y alegría, fue esposa de su esposo, madre de sus hijos y señora, siempre señora en su hermandad y en la vida. Y tras repartir la mayor parte de esos talentos entre tantos hermanos, aún le quedaron los justos para el Señor de las Penas. Los que Cristo, en la desnudez del Calvario, sólo espera y desea que le devolvamos el día de nuestra partida; un simple manojo de cardos florecidos para ponerle a los pies de su peña eterna.

octubre 2021

Paco Zurita

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